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De repente, el mundo se ha parado. No se ha detenido el tiempo, se ha paralizado nuestra manera de vivir. Estado de alarma. No más viajes por tierra, mar y aire. Universidades y colegios cerrados. Toda la población confinada en sus hogares. Calles solitarias, plazas vacías. Miles y miles de contagiados y muertos en todo el mundo. Una escena propia de una película de ficción. Pero no, no es una ficción, ni una pesadilla, es la triste realidad. Los hospitales, los supermercados y las fuerzas de seguridad son el único indicio de que la vida sigue con una normalidad extraña, pero cotidiana.
En estas circunstancias, la pérdida de seres amados, o de conocidos, de gente de nuestro barrio, nos produce el escalofrío de nuestra propia vulnerabilidad, lo precario que somos todos, lo expuesto que estamos a que la guadaña del virus siegue nuestra vida.